El Conde Drácula en Cartagena.
¿Sabías que existía esa leyenda? Pues esta fantástica historia comienza durante la I Guerra Mundial, cuando entra por nuestro puerto un barco con un cargamento muy especial: un ataúd vacío. Nadie lo espera, nadie lo reclama, y es depositado en los almacenes del puerto.
Al cabo de un tiempo, se recibe una misteriosa reclamación desde la ciudad gallega de La Coruña, partiendo por carretera con un no menos misterioso recorrido, atravesando los pueblos y ciudades de Alhama de Murcia, Borox (Toledo) y Santillana del Mar. En todos estos lugares ocurrieron en ese tiempo extraños sucesos, muertes anómalas en las que aparecían cadáveres con la sangre succionada.
Al llegar a La Coruña nadie lo esperaba, y tras un tiempo lo devuelven a nuestra ciudad portuaria.Una vez aquí, un noble serbio afincado en Alhama de Murcia, con extrañas costumbres nocturnas, lo reclama. Allá que parte de nuevo el ataúd hasta que desaparece misteriosamente el reclamante, por lo que es devuelto, nuevamente, el ataúd a Cartagena, en donde recibe sepultura en un cementerio de nuestra ciudad.
Hay quien dice haber visto ese nicho, en cuya lápida había tallado un murciélago.
La maldición de la momia.
La maldición de la momia.
Esto no es una leyenda,
aunque no sería extraño que hubiera alguna. De hecho, ha dado tema para
escribir una novela, “El sarcófago de Menkaura”, del madrileño Gonzalo Peña.
También apareció en la novela “La vuelta al mundo de un novelista”, en el libro
III, capítulo XIX página 321, de Vicente Blasco Ibáñez.
El tema en cuestión sobre el
que estoy hablando es sobre el sarcófago de Micerinos hundido en aguas de
Cartagena desde 1838.
Micerinos, cuyo nombre
egipcio era Menkaura, fue hijo de Kefrén y nieto de Keops, el de la Gran
Pirámide. Fue faraón del Imperio Antiguo de Egipto, IV dinastía, con un reinado
comprendido entre 2514 a.C. y 2486 a.C. Su pirámide era la más pequeña de las
tres que se encuentran en la meseta de Guiza, pero con la salvedad de ser la
única que tenía escondida su cámara funeraria bajo tierra, con intención de
evitar su profanación, cosa que se ve por la historia que era hazaña imposible.
En 1837 el militar,
político, etnógrafo y egiptólogo inglés Sir Richard
William Howard Vyse (1784-1853),
famoso por sus métodos de excavación a base de explosiones de pólvora, exploró
la tercera pirámide y se descubrieron en su interior dos cámaras funerarias, en
una se encontraba un ataúd de madera con restos humanos, haciendo la
inscripción referencia a Micerinos; y en la segunda, en medio de la sala, un
gran sarcófago de basalto labrado en una pieza, al que sus varias toneladas de
peso habían salvado de la profanación. Sus medidas son de 2,43 metros de largo,
por 0,94 de alto y 0,88 de ancho.
Una vez terminada su campaña, embarcó todo el material
“conseguido” con rumbo al Museo Británico de Londres, zarpando desde
Alejandría. La goleta “Beatrice” zarpó con su preciado cargamento, hasta que
ese mar tranquilo que es el Mediterráneo se revolvió en una tormenta que hizo
virar el rumbo hacia el puerto más cercano, el de Cartagena. No llegó a puerto,
pues se hundió en estas aguas el 30 de octubre de 1838 con todo su cargamento,
salvándose la tripulación. Según declaración del capitán Wichelo, la profundidad
en esa zona era de 40 metros. Existe la tradición entre los pescadores de
Cartagena que hay una zona, en aguas de nuestra costa, en la que es imposible
encontrar ni un solo pez. Sin duda, la maldición de la momia.
¿Y por qué no se rescata el pecio? Sin duda tiene un gran
valor, no ya sólo por el sarcófago, sino también por el resto del cargamento,
por lo que se entraría en disputa legal y diplomática entre Inglaterra, Egipto
y España. Hay cosas que es mejor no menearlas, por eso los intentos de ubicación
exacta no han prosperado.
El callejón embrujado.
En el mismo corazón de Cartagena está situado
el callejón sin salida llamado de Bretau porque en él vivía y tenla su taller el afamado carpintero Juan Bretau,
que debía ser un comerciante muy adinerado, a juzgar por las pérdidas que tuvo en la catástrofe que sufrió.
En la época medieval era una calle de las más transitadas de la ciudad, con entradas
y salidas en las calles Jara y San Miguel.
Pero desde ciertos misteriosos sucesos
que ocurrieron en el cementerio
parroquial los viandantes preferían
usar otro camino, aunque para ello tuvieran que dar un pequeño rodeo.
Finalmente, cuando la naciente
cofradía de los Cuatro Santos obtuvo licencia para ocupar sus terrenos y en ellos edificar su capilla,
la calle se cerró y se convirtió en callejón sin salida o más bien «carrerón» que es como lo denominaban con expresión catalano-valenciana.
Pero mucho antes de que esto ocurriera (la calle
se cerró en 1781)
ya el callejón había cogido fama de embrujado,
pues lo sombría de sus sinuosas
estrecheces y la vecindad del cementerio hacían
que nadie dejara
de santiguarse al oír sus propias sonoras
pisadas sobre las losas
de su pavimento.
No fue
sólo el suceso del infeliz enamorado que murió a manos de los corchetes (agente de justicia que se encargaba de
prender a los delincuentes) cuando visitaba en las noches la tumba de su amada, sino que también
un acaecimiento vino a turbar
el sosiego de los pacíficos habitantes
de la ciudad amurallada.
Ocurrió que un día llegó a Cartagena
un rico viajero que bajó en los muelles de un hermoso barco velero, que sólo entró en este puerto para desembarcar a este hombre atezado,
de amplias patillas que cubrían
las cicatrices de su rostro,
de mirada vivaz y osada, de ancha y blanca risa y ataviado con costosas vestiduras. Cubría su cabeza un sombrero
de ala tropical
y el oro brillaba profusamente en cadenas, reloj,
sortijas y dientes. No quedó solo en el muelle,
sino que con él descargó
el barco varios baúles descomunales y cajas de recia madera
exótica, fuertemente clavadas. Fue notable
su figura erguida en medio del muelle, entre los fardos de su equipaje,
esperando retador a que alguien se le acercase para repartir sus primeras
monedas de oro, con las que pronto contrató servicios de coche, hospedaje
y vivienda.
Presto se supo que había llegado
para establecer su residencia en Cartagena,
para lo cual compró con buenas peluconas una casona abandonada y la restauró
y acondicionó para vivir en ella con comodidad, aunque siempre solo, pues ni a la mujer que contrató para su limpieza le permitió entrar en ella estando ausente.
Ello no quiere decir que fuese huraño, avaro o mojigato, pero su vida, a pesar de su fortuna,
no se ajustó a la usual de la sociedad acomodada
cartagenera. Sus francachelas
(reunión de varias personas para
regalarse y divertirse comiendo y bebiendo, en general sin tasa y
descomedidamente) con los aventureros en las tabernas del Molinete y en los mesones del puerto eran muy comentadas; la fama de embrujamiento de su casa y los gritos que en ella se oían a altas
horas de la noche eran del dominio público,
a pesar de que nunca se vio salir o entrar a nadie de su domicilio; frecuentaba poco las iglesias y sobre todo nunca dio limosna a los conventos. Todo ello dio
lugar
a que
fuera opinión general en Cartagena que aquel hombre
misterioso tenía un pasado turbio que ocultar y que sus riquezas procedían de un pacto con el diablo.
Los más sensatos daban crédito
más bien a una historia que había corrido, según la cual se trataba de un negrero que había hecho su fortuna con el tráfico de esclavos
y que, harto de sangre y viajes, había venido a terminar
sus días en Cartagena. En efecto, nunca se interesó por ninguna empresa de la ciudad y a lo único que dedicó algo de su dinero fue a construirse un panteón en el cementerio
parroquial, el que abarcaba
el terreno que había entre las calles del Granero
(Aire) y de Bracamonte (Bretau), allí, arrimado a las tapias del «carrerón» esperaba
su visita una tumba forrada de ricos mármoles.
Después de una tempestuosa noche en la
que los ayes y las carcajadas sonaron
largamente en la casa del forastero, encontráronle a él muerto en su interior, cuando
unos vecinos entraron
a inspeccionar al ver su puerta
entreabierta.
Hubo grandes discusiones entre las personas piadosas sobre si sería legítimo y con arreglo a la ley de Dios el enterrar
en sagrado a un hombre que no había frecuentado los sacramentos y que había muerto sin auxilios espirituales, pero como el párroco era bonachón, el aspecto
de su cuerpo era de fallecimiento natural y además tenía la propiedad de la tumba que la había pagado con sus buenos doblones, se acordó enterrarle en ella sin solemnidades, pero con «asperges me Domine hyssopo» (rocíame
Señor con el hisopo), entre el recelo de algunas gentes puritanas que no deseaban la vecindad
de un negrero
embrujado ni aún después de esta vida.
En la noche que siguió a su enterramiento los fuegos fatuos
de las tumbas intensificaron su brillo
y un concierto de maullidos expresó claramente la inquietud que embargaba
a todos los gatos del «carrerón», los
aullidos de un perro solitario
plantado en la esquina mantuvieron despiertos a los vecinos;
y se hizo patente un inusitado movimiento de ratas, que abandonaron por unas horas sus madrigueras de la tierra de las cercanías. La gente, alertada,
ya relacionaba tales fenómenos con la presencia en tierra sagrada
del criticado negrero y algunos valientes vecinos, después de pasar la noche en vela, se atrevieron en la mañana siguiente
a acercarse al cementerio, acompañados del sacristán, para conjurar al difunto y lavar su lápida con agua bendita.
El asombro les llenó cuando, al llegar al rincón de su tumba, contemplaron
la
losa removida, la fosa vacía y chamuscadas las plantas
cercanas. No les cupo ya la menor duda de la intervención diabólica y requirieron los servicios y la ayuda
del párroco, para purificar con exorcismos el terreno profanado, con lo que volvió la tranquilidad al vecindario, aunque todos se preguntaban adónde
habría ido a parar el cuerpo maldito que voluntariamente se había exiliado de la tierra cristiana.
Tras unos meses de paz comenzaron a oírse ruidos nocturnos por la calle de Bracamonte, que unos interpretaban como quejidos y otros
como chirridos de goznes o arrastrar de cadenas.
Pegada al camposanto se elevaba una casa en la que el afamado
carpintero Juan Bretau
tenía sus talleres y almacenes en el bajo y la vivienda en el piso superior. En los suelos de la misma se empezaron a sentir temblores como latidos, y vibraciones, y los operarios sufrieron sucesivamente lesiones accidentales e inesperadas en el trabajo,
pero esto no fue todo, porque al mediodía del 13 de julio de 1776
se declaró en aquella casa un pavoroso incendio que hizo temer que se propagase a toda la manzana, en la que se encontraban entre otros los locales
de la Administración y Tesorería de las Rentas Provinciales, cuyos archivos y caudales fueron rápidamente
evacuados y trasladados a la Tesorería de Murcia, también
estaban en peligro
inminente el almacén de Aceite del Repuesto de la ciudad y la iglesia parroquial de Santa María de Gracia.
Fue tan grande la gigantesca hoguera
que acudieron a combatirla la Maestranza con las bombas del Arsenal, y también
la marinería, pero no bastó con ella sino que más tarde tuvieron que
agregarse a ellos las dotaciones de los navíos «San José» y «Poderoso» que, en medio de abnegados
esfuerzos, sólo lograron limitar y aislar el incendio, protegiendo los edificios cercanos, pues cada vez que parecía estar las llamas dominadas, un fuerte viento que se levantó
avivaba las brasas haciendo renacer
el incendio.
La casa ardió totalmente y con ella las 18.000 tablas de pino que se guardaban en su almacén, siendo tan importante el suceso que
mereció consignarse en los anales
municipales. Con ello se afirmó en la opinión
del vecindario que
aquella calle estaba
embrujada y evitó en lo sucesivo pasar por ella, tanto más cuanto que en 1781, al edificarse
la capilla de los Cuatro Santos se convirtió en callejón sin salida.
Capilla de los Cuatro Santos |
Cuando se procedió
a retirar escombros
y cenizas del siniestro no faltaron
vecinos que escarbaran entre los restos y aún intentaron cavar en el suelo del almacén,
próximo al camposanto, para tratar de localizar el ataúd del negrero, pues había mucha gente que estaba convencida de que, al escaparse
de lo sagrado, había tomado alojamiento en la casa contigua a la cual había embrujado, atrayendo
sobre ella la maldición de los cielos.
Pero el animoso carpintero Bretau ahuyentó a los fisgones y, después de hacer bendecir el lugar,
«por si acaso», volvió a edificar
su casa, en la que vivió tranquilamente hasta el fin de sus días. Setenta y ocho años después, continuaba allí el almacén de maderas, propiedad de
la
misma familia, cuando en la madrugada del día dos de agosto
de 1854 estalló un violento
incendio que se apoderó del almacén de maderas
y que por la grandiosidad
de las llamas que iluminaban la ciudad y por el peligro inminente
que corrieron la iglesia parroquial lindante y los edificios
próximos, fue consignado
por el cronista entre los hechos notables de Cartagena.
Las autoridades civiles y militares
acudieron inmediatamente
al ya callejón sin salida y tomaron medidas excepcionales, ya que emplearon para reducir
el fuego a unidades del ejército, brigadas
de marinería, operarios de la maestranza con sus bombas
contraincendios, fuerzas de la Milicia Nacional y obreros particulares voluntarios, todos los cuales lo único que pudieron hacer fue derruir muros para localizar y aplastar bajo sus
escombros el fuego, demoliendo las paredes del almacén, con lo cual lo aislaron de las otras edificaciones.
Nada se pudo salvar de las maderas
guardadas en el almacén y de lo contenido en el piso superior, en el que D. Fulgencio Medina perdió totalmente
una cuantiosa y valiosa cantidad de tejidos
que tenía en depósito, lo
que le ocasionó la ruina puesto
que no los tenía asegurados.
Dos años después, D. José Medina Carretero
tuvo que vender el solar de la casa a la familia
Iglesias y ésta a la familia Soler, por lo que con el tráfago de cambio de propiedad
y por la evolución de los tiempos se fue olvidando
la maldición que en opinión de las gentes,
pesaba sobre aquella calle. Ya había desaparecido el cementerio, edificándose un gran templo en su solar, la casa se reedificó con la misma disposición de almacenes de altos techos,
con fuertes vigas y recios muros. De nuevo volvió la
vida y el tráfago (conjunto de negocios, ocupaciones o faenas que ocasionan mucha fatiga o
molestia) a sus naves que acogieron en su seno algo de
la
historia de Cartagena: La larga vida de un periódico, «El Eco de Cartagena», que a lo largo de casi un siglo mantuvo en sus páginas
los latidos culturales de la ciudad y el local fundacional de un movimiento político
que a lo largo de los años se habría de apoderar de los impulsos de las juventudes de la nación.
En los años que corrieron de 1931 a 1936 la sombra del negrero volvió a cernirse
sobre el callejón
de Bretau, antigua calle de Bracamonte, y repetidas asonadas
callejeras vinieron a poner en peligro de asalto y de incendio
la casa dos veces reconstruida en un voluntarioso esfuerzo por superar la temida maldición. Fueron
ahuyentados falangistas y propietarios y el edificio quedó solitario en las tinieblas del callejón.
Eran tiempos aquellos, turbulentos, en los que se volvía a confiar en la ayuda
sobrenatural, porque
ante
las fuerzas desatadas de una sangrienta
contienda fratricida había momentos en que sólo se esperaba recibir ayuda de la Providencia. Y por ello, antes de salir los Soler para el exilio, quisieron deshacer el maleficio y dejar la casa del callejón
bajo la protección divina. En una de las estancias colocaron unas magníficas imágenes del inmortal escultor Francisco Salzillo: Era un emotivo grupo de la Crucifixión en el monte Calvario, en el que
la figura de Cristo agonizante
era contemplada por las de la Dolorosa
y San Juan, estáticos ante el sacrificio. La patética
escena debía presidir la soledad desamparada de aquella casa maldita,
condenada eternamente a la destrucción. En efecto, corría
el año 1937 y los bombardeos de la aviación franquista se sucedían sobre la
población de Cartagena. El 18
de octubre de 1936 con sus
sorpresas macabras, el 20 de noviembre con sus siete horas de salvas antiaéreas, el 25 de noviembre
con sus cuatro horas de estruendo catastrófico, habían ya pasado.
De vez en cuando las potentes
sirenas de alarma instaladas en el castillo de la
Concepción,
sobrecogían los ánimos de los cartageneros con su agudo sonido persistente y taladrante
que prestaba alas
a los pies y erizaba el vello
en terrores pavorosos.
Una de las veces que la sirena sonó, el estruendo de las bombas al caer fue tan rápido
que casi apagó los últimos ecos de su ulular. Fue corto el bombardeo pero terrible; fueron pocas las bombas
que cayeron, pero de enorme
potencia y su explosión simultánea atronó la ciudad entera en
un rasgado temblor que arrancó hasta las raíces de
los sentimientos. Cuando
la sirena de nuevo anunció
que se habían alejado los machacadores, una enorme columna
de polvo y humo se elevaba todavía del hueco que había dejado
la dinamita entre los dos edificios del Gran Hotel y de Santa María de Gracia, que mostraban
en sus cornisas los amplios mordiscos de la metralla.
La bomba había caído precisamente sobre la casa maldita
del embrujado callejón
y la había arrasado, llevándose al paso seis u ocho casas de las calles de Jara y Aire que formaban
la periferia de la manzana.
El callejón quedó bloqueado
por los escombros y un verdadero
muro de cascotes de varios metros de altura protegió
el acceso de su entrada
con el aplastante peso de sus ciclópeos bloques a lo largo de los años, hasta que la guerra terminó el Viernes de Dolores de 1939.
Cuando los Soler volvieron al hogar destruido, se encontraron con que el sitio en donde habían
dejado las imágenes
totémicas estaba
señalado por un ingente montón de escombros, que indudablemente habrían aplastado la frágil madera
estofada de las obras de arte y aniquilado toda la espiritualidad de la emocionada expresividad del genio de Salzillo. Con la reverencia propia de
una exhumación, fueron separando uno a uno todos los
pedruscos que formaban el manto de la catástrofe y, después
de largos días de trabajo, cuando ya sólo pensaban encontrar
astillas maceradas por la lluvia, se vieron sorprendidos al comprobar que el suelo y el techo del piso en que habían dejado
a las imágenes habían combinado sus declives de tal modo que las esculturas se habían deslizado suavemente hasta el piso bajo, quedando
protegidas por ellos, que, haciendo
de tejadillo, aparentaban cobijarlas como una protectora y ungida capilla. Sobre ella se acumulaban en un rimero
(montón de cosas puestas unas sobre otras), ingentes masas de cascote
y ladrillos, pero debajo
de su primitiva ojiva, como en un remanso de paz y un silente canto de unción, se veían erguidos,
intactos, brillantes
en el oro de sus vestiduras y emocionados
en el brillo de sus vidriadas
miradas, los tres protagonistas eternos
de la sublime tragedia del Calvario. Un tenue halo sobrenatural los rodeaba y ante su sugestiva presencia todos los circunstantes cayeron de rodillas, elevando
su plegaria al Creador.
¿Tuvo fuerza bastante el signo de la Cruz
para anular definitivamente el hechizo que pesaba sobre el callejón
de Bretau? El tiempo lo dirá, pero es significativo que en la actualidad la cofradía
de Nuestro Padre Jesús Nazareno celebra cada año en su rinconada la fiesta florida de la Cruz de Mayo.
La nao fantasma.
Corría el
año
1618 en Cartagena. En una calurosa tarde de agosto, la del día catorce, víspera
de la festividad de la Virgen, en el sitio que más tarde se llamó Glorieta de las Flores (donde actualmente están emplazados el Teatro Circo y obras de la Casa del Niño), inaugurábase esbelto edificio: la Tela de Regimiento, palenque destinado a torneos, lizas,
justas, juegos de sortija, carreras de cañas y otros espectáculos caballerescos, propios de la época en que se rendía
culto a la destreza de las armas.
En los lados menores
del rectángulo, pues esta
forma afectaba el palenque, hermosas
galerías alojaban al M. I. Concejo de la Ciudad, damas de alcurnia, hijosdalgo, etc. El opuesto, al estado
llano; estando destinados a la plebe los lados mayores,
formados por inmenso graderío.
Bastante antes de la hora señalada para el
comienzo del espectáculo,
una abigarrada multitud
llenaba tendidos y gradas, produciendo gran
algarabía preludio de una impaciencia que a duras penas
podía reprimir la nube de corchetes y alguaciles a los que el digno Corregidor
encargaba de mantener el orden.
En
la candente arena, sobre briosos
corceles de guerra, los hidalgos encargados de rematar a los
astados brutos lanza en ristre, esperaban demostrar su valor. Estos eran don Lope Bienvengud, Alférez
de los Tercios de Faxardo; don Alonso Garci-Pérez, Capitán de las Milicias; don Juan Sepúlveda, de la Orden de Calatrava, y don Luis Garre de Cáceres, Porta-Estandarte de Mosqueteros, a cuál más esforzado y de la más rancia nobleza de la
Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Cartagena.
A los acordes de la charanga municipal, hizo su entrada en el Palenque la Carroza del Concejo. Acomodado éste, y previa la venia del alcalde Corregidor, el alférez mayor arboló en el sitio de honor el Pendón de la Ciudad,
dándose salida al primer toro. No
es el ánimo de la narradora, relatar
los emocionantes episodios de la lidia, ni encomiar el valor de los lidiadores, descollando
entre ellos don Luis Garre de Cáceres,
apuesto caballero que logró entusiasmar, no ya al populacho, sino a más de una linajuda dama o doncella, por su arrogante
porte y arrojo temerario.
Francisco de Goya. Tauromaquia 9 |
Y ya que es el protagonista de nuestro cuento, vamos a bosquejarlo.
Representaba unos veintitantos años. Alto, rubio; asaz
aturdido y burlón;
de mirada altanera; noble cuna y al parecer acaudalado. Sus vestidos eran ricos; sobre su elegante
ferreruelo de fino paño segoviano, aparecía
bordada la roja cruz de Santiago. Mas, contrastando con tan seductor aspecto, causaba su mirada un no sé qué de repulsión
o antipatía. Amante de andanzas peligrosas, había guerreado
en Flandes, con notorio renombre, y, en su anterior estancia en la ciudad, fue el
terror de los piratas berberiscos que asolaban nuestras costas, apresando en sus
incursiones a indefensos labriegos o descuidados pescadores, condenados más tarde a abyecta esclavitud.
Dos años estaba ausente
de Cartagena, a la que tornó para su próximo desposorio con doña Leonor de
Ojeda, hija del Alcaide del Castillo, que más tarde se llamó de la Concepción. En su historia amorosa con la hermosa doncella había un hecho infamante: cual era, haber acusado
de sortilegio y escarnio a nuestra Santa Religión al preferido por el corazón de la bella,
Yusuf-Ben-Alí, o por el nombre de conversión, don Carlos Laredo, mancebo de belleza
extraordinaria, de pura sangre árabe,
hijo del opulento
morisco Mohamed el Viejo descendiente de poderosos emires. Tanto el padre como el hijo, en la intimidad
de su hogar seguían fieles a las doctrinas
del Profeta, comulgando en las
mismas la sin par Fátima, hermosa hurí (cada
una de las mujeres bellísimas creadas, según los musulmanes, para compañeras de
los bienaventurados en el paraíso), digna de descollar en el paraíso prometido por Mahoma a los creyentes. Si bien adoptó el mancebo el nombre cristiano, para poder convivir en aquella sociedad
donde el espíritu de intransigencia religiosa imperaba.
Como
decía antes, el vil don
Luis denunció a don Carlos, comprando a un miserable berberisco que había ido a la boga en la galera de su mando, y el que, por unas monedas
de plata, acusó a su hermano
de raza, de cuantas fechorías le aleccionó el malvado Garre, llegando
a tal extremo su felonía que
presenció impávido el suplicio de la hoguera
a que fue condenado
Yusuf. Quien sólo al pie de la pira (que se elevaba voraz en la Hoya de Heredia, hoy
plaza de Risueño) musitó "¡Alá es grande! ¡Estaba
escrito!"
Muerto ignominiosamente su querido vástago
y escarnecida por la plebe su amada Fátima, el anciano
Mohamed cayó en profunda melancolía, logrando únicamente excitar su escasa vitalidad la sed de venganza que abrasaba su corazón,
que no pudo aplacar; pues Garre, consumada
la nefanda hazaña, marchó a lejanas tierras.
Poco sobrevivió el anciano a sus desdichas. Sintiendo su fin próximo,
llamó a su hija diciéndole
así: “Amada hurí, voy a reposar
con Alá. Júrame por la sangre del Emir, que en tus venas
circula, que no abandonarás esta ciudad maldita, sin que nuestra justa venganza
sea satisfecha. ¡Tú eres nuestra
vengadora! En mis arcas encontrarás abundante
oro, un tesoro para comprar,
cueste lo que cueste, la represalia. ¡Ojo por ojo, diente por diente! Después marcha
al África, con tus hermanos
los hijos del Profeta. Alá te proteja, como yo te bendigo si tal haces: si no, maldita seas treinta,
trescientas y treinta mil veces. No encuentres
odre con agua en el árido desierto y tu cuerpo
sea pasto de inmundos chacales".
Fátima, anegada
en lágrimas y en el paroxismo
de implacable odio, juró por
el Korán cumplir fielmente su mandato y el decrépito Mohamed exhaló el postrer hálito.
Dejemos a Fátima en su inconsolable pesar, forjando
tenebrosos planes de venganza, y tornemos a la Tela de Regimiento; pues la fiesta que vimos comenzar toca a su fin.
Estrechas resultaban las puertas del Palenque
para dar salida a la multitud espectadora. Entre apretujones comentábanse los incidentes del festejo, oyéndose de vez en cuando
imprecaciones a los apresurados que convertían las galerías en pequeños palenques
de pugilatos atléticos. Literas, sillas de mano y carrozas
bamboleantes, ocupaban la explanada limítrofe de la Tela, prestas a ser ocupadas
por hermosas doncellas, linajudas damas, y hoscas dueñas. Los vendedores de refrescos voceaban
sus mercancías, y la muchedumbre formaba callejón viviente, para presenciar el desfile.
Don Luis de Garre, haciendo
caracolear al fogoso bruto que montaba, fue el primero
en aparecer en el pórtico, dirigiendo una olímpica mirada a la multitud. De ésta, destacose un plebeyo que con reservado ademán mostró al hidalgo una misiva. Tómola este y, con febril
impaciencia, rasgó la envoltura, leyendo
su contenido. La cuentista, esta vez indiscreta, leyó así: "don Luis:
si para amparar a una dama sois tan valeroso
como esta tarde en
la Tela, os espera al toque de queda y en el molino derruido, enclavado
en el arranque del camino
de Canteras. La Incógnita ".
Perplejo el hidalgo,
ante tan extraña epístola, y entreviendo en el fondo de
la aventura, tal
vez, amorosa empresa, volvió riendas al brioso potro, y, clavando el acerado acicate
en sus ijares, partió velozmente hacia el lugar de la cita. Llegado que fue al derribado molino, amarró el bridón a corpulenta olivera y, una vez santiguado, convencido de que daga y tizona salían
fácilmente de sus vainas, penetró
con resolución en las ruinas, débilmente alumbradas por resinosa antorcha
en el pétreo muro enclavada.
En el fondo, cubría
una oquedad rica cortina de damasco verde brocado de plata. Una voz de mujer que partía del interior así le dijo: "Adelante señor caballero. No temáis".
A lo que respondió el hidalgo prontamente:
-"No es el miedo lema de mis blasones". Levantó el tapiz
y penetro, quedando
en verdad admirado de la magnificencia de la estancia; pero más aún viendo
a una gentil dama que, velado su rostro con negro antifaz,
hallábase reclinada en rico diván carmesí.
"Mi don Luis, tomad asiento en este próximo
escabel, y dispensad guarde el incógnito, hasta relataros mis sinsabores. Mas antes, hacedme
el honor de aceptar este refresco; pues a buen seguro estaréis fatigado
por vuestra premura
en acudir a mi ayuda". El caballero apuró de una sola vez el líquido ambarino que en la cincelada copa de plata le ofreció la dama. Transcurridos escasos momentos
y
como herido por el rayo, desplomóse
el hidalgo. "He
aquí el comienzo
de mi venganza " –exclamó la encubierta, al mismo tiempo que con gran presteza, trincaba de pies y manos al inerte caballero.
Por una tronera
del desmantelado molino asomó la cabeza la gentil dama lanzando
un gutural grito. Del próximo olivar, destacose una litera por dos poderosas mulas llevada y escoltada por cuatro hombres de armas. Dos de éstos entraron en el molino, transportando entre ambos al inanimado Garre a la litera,
previamente ocupada por la dama.
El misterioso convoy
emprendió silenciosa marcha por la falda del monte '"Sicilia", hoy monte y castillo de Atalaya, hasta llegar a la cala, llamada Algameca en recuerdo
al Santo morabito Selim El-Algamek. Un ligero esquife acercóse sigilosamente a la playa, recibiendo a su bordo a la dama y al inerte cuerpo del hidalgo. La pequeña embarcación, al impulso de fuertes remos, atracó en breve a una galera, en cuyo mástil mayor, a los primeros albores
de la aurora,
flameaba el estandarte de la Media Luna. Era un bajel
pirata argelino. Mientras unos marineros levaban anclas, otros bajaron al sollado el cuerpo de Garre.
La nave, hinchado su velamen, hendió
con su cortante proa las tranquilas aguas del Mediterráneo.
Acercó la dama a las narices del caballero
un pomo, previamente sacado de su faltriquera, y el hidalgo
abrió los ojos, saliendo de su estupor.
Intentó levantarse en vano. Fuertes
ligaduras lo aprisionaban. Con espantada mirada
reconoció su cárcel:
la sentina de un bajel; pero mayor fue su asombro
al quitarse el antifaz la dama y contemplar en ella a la morisca Fátima,
hermana de Yusuf. Cerró los ojos para no ver lo que él creía terrible alucinación, mas era realidad. Había caído en una emboscada. Ante su aturdida mente, desarrollose su nefando crimen. Yusuf, el Santo Oficio,
el tormento, la hoguera,
comprendió llegada la hora de la expiación.
Fátima, sombría,
relampagueantes sus negros ojos, sonriendo satánica,
seguía bella cual Luzbel, el ángel del mal. Su vista extraviada evocaba
en la tablazón de la nave el cuadro de los tormentos
a que fue sometido su amado hermano
por los crueles esbirros de la Santa Inquisición. "Oye, mal nacido caballero,
t:us víctimas claman justicia; tu pecado, castigo.
He aquí tu sentencia: Comerás el
amargo pan de la esclavitud; pasarás tu vida encadenado al banco del galeote; el látigo del Arráez lacerará tu cuerpo siendo tu existencia pesada
y dolorosa carga: ¡Yusuf, Mohamed, estáis vengados! ¡Alá es poderoso!".
Y cerrando tras sí bruscamente la escotilla dejó al desventurado mancebo sumido en
profunda oscuridad.
Solo
con su desesperación, don Luis decidió escapar o morir luchando,
y, después de titánicos esfuerzos, logró romper las ligaduras de sus manos. Recordando que pendía del techo de su prisión una linterna, pensó encenderla para preparar la evasión. Sacó
de su escarcela eslabón
y pajuela, que encendió rápidamente.
Una dura guiñada de la nave le hizo perder el equilibrio
y caer, dejando escapar de su crispada mano la pajuela encendida sobre un montón de estopa y jarcias embreadas
que ardieron al
momento. Envuelto en sofocante humo y aterrorizado por el inmenso peligro,
el hidalgo buscó la salida. A la rutilante luz de las llamas
vio con espanto, junto a ellas, una barrica
de las destinadas a guardar pólvora.
La esperanza perdida,
hincose de rodillas, exclamando: --"Cristo Redentor, clemencia. Mi arrepentimiento es...". Una horrenda detonación atronó
el espacio. Informes
trozos del bajel; cadáveres mutilados; fragmentos de objetos,
fueron lanzados por el aire. Densa nube negra elevose a los cielos, y el mar, piadoso, borró una tragedia, cuyos protagonistas sepultó para siempre en arenosa tumba.
Cuentan los sencillos pescadores de estas costas, Escombreras, Portús y La Azohía, que todos los años, al alba del día de la Virgen,
cuando sus pesqueras
les llevan a Cabo Tiñoso, oyen pavoroso estruendo,
como un cañonazo, que desvanece bruscamente una nube o sombra flotante
de silueta que semeja una nave antigua,
bautizada años ha "La Nao Fantasma" ...
Y ahora, amable lector, espero
que digas conmigo Se non e vero e bene trovato.
El abrazo del muerto.
El reloj de la Casa de la Villa campanea
las tres. La adormecida urbe reposa en su diurna actividad. Menuda lluvia vierten
las nubes que ocultan el pequeño menisco de la luna en su menguante cuarto. Densa oscuridad
envuelve a la ciudad, únicamente interrumpida, a trechos desiguales, por la macilenta luz de aceitosos faroles. Silencio de necrópolis
impera en las tortuosas callejuelas, escuchándose del lejano
arsenal y murallas, el alerta del soñoliento centinela, contestando, tras breve pausa por el ¿alerta está?
Contados noctámbulos discurren, embozados en sendas
capas, por las empedradas y resbaladizas calles, de retorno de inconfesables aventuras, rehuyendo el encuentro con la ronda. En
la plaza de San Ginés de la Xara, en el vetusto caserón que, esquina a la llamada
hoy calle del Duque, es casa-palacio, morada del muy ilustre Don Gonzalo de los Arcos, cuatralbo que fue de los navíos del Rey nuestro señor Fernando VI, ábrese sigilosamente un
postigo del claveteado portón, dando salida a una encubierta dama, que, al pasar bajo la
hornacina donde la pétrea imagen del aristócrata ermitaño
yace, alumbrada por agonizante candileja, se santigua devotamente.
Plaza de San Ginés |
En la calle de las Cocheras del Duque, y en las proximidades del convento
de Nuestra Señora de la Merced, divisa oscilante luz de
linterna, seguro anuncio
de la ronda de corchetes
y alguaciles a los que el Alcalde Corregidor encargara de la vigilancia nocturna de la Villa. Aprieta
el paso la desconocida, procurando ocultarse a inoportunos encuentros. Espiándola nosotros con la mayor cautela, vemos que siguiendo la calle de los Cuatro
Santos, se detiene indecisa,
ante el lugar donde el culto popular venera
a las imágenes de los santos hermanos, Leandro, Fulgencio, Isidoro
y Florentina, preclaros hijos de esta noble Ciudad de Cartagena.
Volviendo la vista atrás y convencida
de que no la siguen, la tapada emprende decidida la empinada cuesta
de la calle Nueva, doblando rápida
la esquina de la calle Soledad. Detiénese ante miserable casuca, morada del israelita David,
que malas lenguas tachan de maldito
nigromante, en cuya ventana, con
temblorosa mano, golpea
de misteriosa manera, diciendo: - "Jehová es grande, David".
A los
pocos instantes, y como respuesta a la convenida
contraseña, abriose silenciosamente
la puerta. Una huesuda mano emergió de la oscuridad,
y a ella se aferraron las crispadas y temblorosas de la dama. Traspasó el umbral y la puerta cerróse
tras ella. Una voz le dijo:
-"Venid señora; os voy a conducir a un lugar seguro, donde sin temor podréis
consultarme, y
donde la luz indiscreta no nos delatará". Cogida a la mano del judío,
y guiada siempre
por él, cruzó envuelta en tinieblas, pasillo, lóbrega estancia y también encharcado
y pequeño patio. Pasado
éste, entraron en un raro aposento.
Colgados en
las enjalbegadas paredes, groseros estantes sustentan matraces
y redomas vidriosas que contienen líquidos de diversos colores.
Osamentas de exóticos
reptiles decoran las paredes en unión de signos
cabalísticos e inscripciones hebraicas. Del techo penden dos enormes lagartos que, torpemente disecados, contraen
sardónicamente sus arrugas facies, mientras la entreabiertas bocas muestran
afilados dientes.
Sobre viejo hornillo de grosera mampostería, un cobrizo alambique destila infernal droga;
junto a aquél, desvencijada y arcaica mesa, y, sobre ésta, tintero de piedra.
Plumas de
ave y varios infolios de pergamino, pasto, tiempo ha, de destructora carcoma.
Un broncíneo candelabro de siete brazos y, en lugar preferente, en el centro,
una amarillenta calavera
humana, por cuyas vacías cuencas orbitarias se desprenden
verdosos rayos de fosfórea luz. Un velón alumbra débilmente, desprendiendo nauseabundo hedor, y sobre un pescante,
enclavado en la pared, una lúgubre lechuza,
con sus verdes y redondos
ojos parece presidir este tenebroso antro;
pues de tal debe calificarse la mansión del hebreo.
Tomaron asiento
nuestros personajes en duros
sillones de baquetas, y, una vez en el recinto iluminado
(aunque escasamente), aparecieron con claridad los desconocidos ente los ojos de la cuentista. Empecemos por la dama. Representaba unos treinta y cinco años; morena,
de ojos expresivos, ondulado cabello negro y duras facciones. En su belleza, notábase
lago de varoniles rasgos, y por la elegancia
de su negro tocado, se descubría pertenecer
a linajuda familia.
David era
el tipo característico de la raza semítica.
Puntiaguda barba; nariz
aguileña; ojos pequeños y brillantes de refinada astucia; faz arada
por profundos turcos;
sumida boca que, al sonreír con hipocresía mostraba incompleta dentadura. Sus huesudas manos, agitadas
por el senil temblor,
acariciaban frecuentemente su rala barba. Vestía
con descuido y su
indumentaria revelaba sórdida avaricia.
-"Hablad, doña Laura, y procuraré
serviros en vuestra demanda", dijo el viejo.
-" ¿Me
conocéis, pues?", preguntó
la dama.
-"¡Por Jehová que sí! Os conozco y adivino el motivo de vuestra
visita. ¿De qué me serviría la ciencia oculta de la nigromancia; sino para leer en vuestros negros ojos las cuitas que esperan remedio
de mi saber?”
Fijó la dama escrutadora mirada en el impávido rostro del decrépito judío,
y adoptando una resolución
extrema así repuso:
-"Soy, como sabéis, Doña Laura de Rui-Pérez, esposa del noble cuatralbo de la Marina
Real Don Gonzalo
de los Arcos.
Hija de
hidalgo segundón, de preclaros blasones, pero vacía bolsa, la codicia
de mis padres, marchitó mi juventud; mató mis sueños de adolescente,
casándome con el anciano
y opulento don Gonzalo. Atormentado éste por los celos, y teniendo como único motivo nuestra
diferencia de edad -¡jamás
falté al debido recato!, me consideró como esclava
comprada en vil mercado, martirizándome de continuo por quiméricas falsías. Así se agostó mi vida, secuestrada en artesonado palacio, cual jilguero en dorada jaula.
Padecimientos adquiridos en la lejana
América, asaltados por la senectud, agriaron
de tal modo su carácter, de suyo violento, que me hizo en extremo desgraciada, desde el maldito
día de nuestras nupcias. La acariciada esperanza de que una
próxima viudez me diese la libertad anhelada,
al par que me colmara de riquezas, ha sido el lenitivo de mi penosa existencia. Hoy veo desvanecerse mis
sueños…”
Tras breve silencio, la dama añadió quedamente:
- “Anoche sorprendí secreta conversación habida entre mi esposo y su deudo Don Juan de Dios Casanova, llegado recientemente de Indias, en la que éste aseguraba formalmente que un
hijo bastardo de mi esposo, tenido cuando fue Secretario de Cámara del Virrey del Perú y que él creyó muerto en el jabeque
"San Ignacio", hundido
por la Escuadra inglesa del Almirante Vernon en el bloqueo de Cartagena de Indias,
vivía pobremente, desconociendo
su linajudo aunque vergonzante origen.
Emocionado Don Gonzalo, rogó a su deudo, que tan inesperada
nueva le llevara,
que, a la mayor diligencia trajese
a su lado al llorado hijo,
al que pensaba instituir en universal heredero”.
- En verdad
que vuestra situación es poco halagüeña, y urge despenar
al de los Arcos, antes de que un nuevo codicilo, os desherede definitivamente. Lo que deseáis (dicho sea sin
ambages ni rodeos), es privar a padre
e hijo de la emocionante escena del reconocimiento”, dijo el cínico David.
- "Puesto que habéis leído en mi pensamiento, adivinando
mis deseos, ¿A qué hablar más?", repuso con voz lúgubre
Doña Laura.
- "¿Qué me ofrecéis por encaminar a vuestro esposo a los infiernos?
-Preguntó el judío-. Pagad espléndidamente,
pues estoy decidido a no hacer
favores peligrosos”.
- ¿Qué pedís pues? Tened en cuenta que hoy no dispongo de grandes caudales".
- Firmadme
un escrito que haré y que canjearemos, al haceros cargo de vuestra herencia".
Y sin dar
tiempo a que la dama contestara,
sobre amarillento papel, tomando la pluma, escribió con temblorosa
mano escasos reglones, y, levantándose torpemente, sacó de disimulado armario,
en el pétreo muro enclavado, una pequeña
redoma que colocó junto al antes escrito papel.
- "Tomad
y firmad. Esta droga es Acidum
Album, el célebre veneno de los Borgias, cinco gotas vertidas en el agua que beba diariamente, será la
terrible Agua Tofana, que simula
a la perfección la fiebre
héctica que mata y envenena
con lentitud".
Apretó con convulsa mano el frasco la dama,
y rápidamente lo escondió
en su seno.
- "Leed y firmad", dijo imperiosamente el judío,
señalando el papel.
Leyó Doña Laura espantada, el comprometedor
documento, que firmó rápidamente, añadiendo:
- “¿No creéis que es demasiado mil escudos de oro?"
Y fingiendo no haber oído la pregunta
el infame nigromante, y sonriendo
sarcásticamente, guardó el pliego
en su mugrienta faltriquera. Cubriose el rostro
con el manto la dama y,
guiada por el alquimista, abandonó el infernal antro. Medrosa en demasía; pues los primeros
claros del alba empezaban, marchó presurosa a su casa-palacio. Mientras que David, ante la calavera de fosfóreos ojos, vaciaba extasiado
la arqueta de oro, y, mirando con codicia
las monedas repetía: -"¡Cuánto oro! ¡Cuánto
crimen!", que subrayó con una carcajada
diabólica.
Del convento
de la Merced, doblan plañideras, las campanas,
pidiendo a los fieles
una plegaria para Don Gonzalo de los Arcos, generoso protector de la Orden. La casa solariega de los Arcos respira
tristeza. El último de tan linajuda familia
abandonó la vida terrenal tras atroces sufrimientos que corroyeron sus entrañas, en terrible e ignoto morbo,
que los hijos de Esculapio, consultando
los más sabios libros del arte de curar,
no diagnosticaron a ciencia
cierta.
Lejanos deudos platican en la mortuoria estancia, y un anciano
servidor de la familia solloza sobre
el vacío lecho… En apartada
habitación, la joven viuda Doña Laura, guarda mutismo de estatua,
contemplando por la entreabierta ventana el embaldosado zaguán.
- "¡Ay de mí!, exclama. ¡Cuán inútil fue mi nefando
crimen! ¿Vendrá mi cómplice?", se preguntaba.
Unos pequeños golpes
a la puerta inmediata la sacan de su incertidumbre. Una vieja dueña así le dice:
- "Señora, con las precauciones convenientes para que no
fuese visto, introduje al judío en la vecina
estancia".
- “Gracias Jacinta. Hacedle pasar”.
- "Albricias, señora,
dijo el repugnante viejo, al penetrar
en la cámara, ¿tengo el placer de saludar a la opulenta
viuda Doña...?
- "Calla, interrumpió la dama. ¡Maldita sea la hora en que visité
vuestro cubil!"
- "¡Qué decía!, exclamó con sorpresa el nigromante, ¿O es que tratáis de eludir el pago
a mis buenos oficios…?”
- "¡Miserable! ¡Oíd!
- Asesinado Don Gonzalo, e inmediatamente de conducir
su cadáver a la Merced, para ser velado
esta noche, según tradicional costumbre, su deudo Casanova, hizo leer ante mí, por curialesco
escribano, el testamento cerrado en lacrado sobre. A duras penas contenía
mi emoción. ¡Cual no sería mi rabia al leer, después
de varias mandas piadosas, que, por libérrima
voluntad, instituía único heredero
de su cuantioso pecunia
a su hijo. Dejando solo para mí una miserable suma para las tocas de viuda. Encontrados sentimientos agitaron
mi espíritu. Los remordimientos, la esterilidad del crimen; compasión y odio al muerto. No sé explicar...Y caí víctima del soponcio. Los presentes achacaron
al pesar mi desmayo. Si ordené que os condujeran secretamente a mi camarín, fue para rogaros
la devolución del comprometedor
documento, en el que estampé
mi firma".
- Imposible
Doña Laura; no esperéis que cometa tal torpeza. Lo pactado, será cumplido".
- ¿Imposible? Si no dispongo de la prometida suma", gimió
la dama.
-"Allá lo veremos Tengo en mi poder un recibo en el que afirmáis tener
en depósito mil escudos, y la justicia os obligará a devolvérmelos".
- "David, ¡Por
dios...!"
- "¡Ni por el diablo!", respondió el hebreo.
- "David, tened compasión
de mi desventura",
exclamó la aterrada señora. postrada de rodillas ante su cómplice: Sonrió el infame sarcásticamente y, acercando la desdentada boca al oído de la cuitada,
así le dijo:
"Un áncora tenéis para salvaros. Penetrad furtivamente en la Iglesia de la Merced, donde vela el
cadáver de vuestro
esposo y, en la soledad
de la noche, apoderaos de un medallón
que siempre llevó
sobre su pecho, y que vos conocéis
sobradamente.
- "¡Imposible! Profanar el cadáver
de mi víctima. ¡Nunca!". Y tapándose el rostro
con ambas manos, cual si no quisiere percibir
la postrer visión del horrendo delito, pronunció en ahogados sollozos, "¡Jamás! ¡Jamás!".
- "Puesto que no queréis salvaros, quedad en paz Doña Laura", y dicho esto, el judío encaminose a la puerta.
- "Por
las cenizas de vuestros
antepasados, por
el Mesías que espera Judá... te suplico que me des el malhadado
documento. ¿Qué valor tiene el medallón que pedía?".
Y arrancando uno orlado de diamantes que pendía de su garganta, lo tiró a los pies del cruel viejo, diciendo: -"Tomad éste a cambio:
es más
rico".
- "No entendéis de joyas ni de valores: El medallón que quiero
es el del muerto. Es un amuleto de los lncas
del Perú, cuyo valor en venta será grande".
Convencida la dama de lo inútil de súplicas
y ofrecimiento, con enronquecida
voz contestó: - "¡Bien! mañana
será vuestro el amuleto. Ahora alejaos
de mi vista", y extendiendo el brazo, señaló despreciativamente la puerta.
Las campanas seguían doblando
lúgrubremente, entristeciendo el menguado crepúsculo de otoñal atardecer.
Extinguiéronse
los monótonos cantos en el coro. Los monjes, tras postrer rezo, encamináronse cabizbajos a sus celdas,
y apagados los cirios del altar mayor, la iglesia
quedó sumida en la oscuridad.
Los gruesos zapatones del obeso sacristán golpean rítmicamente
el marmóreo pavimento, y la oquedad del templo, cual enorme caja de resonancia, alarga e intensifica el acompasado ruido de las pisadas.
Llevando en la siniestra mano un ahumado farol, que a duras penas aclara
las tinieblas avanza el sacristán por la soledad del templo, haciendo sonar un manojo de enormes llaves que lleva en la diestra.
Delante de cada capilla sacude la férrea verja, cerciorándose de que bien cerrada quedó, dejando, como final de la requisa, la capilla de las Ánimas,
la única que resta
iluminada en las negruras de la iglesia.
Encima de desdorado altar, y en el centro del barroco retablo, grande cuadro de Nuestra
Señora del Carmen, en el que pecaminoso
y poco hábil artista, pintó entre carmíneas llamas, representativas de los tormentos del purgatorio, un busto de anciano de blanca y bien cuidada barba; un ignoto emperador; un pecador
mitrado y, por último, una hermosa mujer de sonrosadas mejillas y cabellera en tirabuzones. Atormentados a los cuales no consiguió su pobre pincel dar expresión de dolor o sufrimiento. Antes,
al contrario, parecía
el temido Purgatorio la plácida
visión de heterogéneos bañistas, sorprendidos desde la borda de un trasatlántico en pleno mar Rojo.
Un monumental angelote, de abdomen
de batracio y abultada
cabeza, sostiene, con su musculatura infantil, pesado y broncínea lámpara, en la
cual arde, en llamaradas agónicas,
el aceite ofrendado
por alguna temerosa
pecadora. Severo túmulo se eleva en el centro de la capilla, cubierto
en gran parte por negro paño de
raído terciopelo galonado de
oro, en el que campanean, cual estrellas en el
firmamento, viejas gotas de cera. Cuatro grandes candeleros colocados simétricamente, sustentan pesados blandones, cuya cera al fundirse forma, en deredor de las arandelas, lacrimosas estalactitas, alumbrando
al yacente Don Gonzalo
de los Arcos, que, vestido con tosco sayal de monje y en rico féretro,
duerme el eterno sueño.
El pálido y desencajado rostro del anciano
refleja los acerbos
dolores que le atormentaron en vida. Las esqueléticas manos cruzadas sobre el pecho mantienen marfileño crucifijo. A los pies del catafalco, la tapa del ataúd muestra su forro de raso blanco,
asemejándose por sus reflejos a una nacarada
valva de gigantesco molusco.
Como postrera exploración, el sacristán registró la capilla
de las Ánimas, y, dirigiendo
indiferente mirada al difunto, volviole la espalda sin preocuparse de él, ni de los condenados que entre eternas llamas purgaban
sus pecados, sin que la más pequeña contracción del inexpresivo
rostro denotara temor; pues a buen seguro la diaria visión del
Purgatorio le inmunizó contra el miedo. Al pasar ante el altar mayor inclinose,
santiguándose automáticamente, y, llegado que fue a la sacristía, desapareció, cerrando tras de sí la pesada puerta.
El
martillo del reloj de la torre golpeó diez veces el bronce sonoro de su campana.
Silencio y quietud del más allá reinó en las solitarias naves. Del
confesionario del trascoro destacóse informe bulto.
Era... Doña Lara
de Rui-Pérez, dispuesta a consumar la horrenda profanación, el sacrílego robo. Avanza lentamente, deteniéndose de vez en cuando.
El hálito del templo penetraba hasta sus huesos. Escalofríos de fiebre recorrían su aterido
cuerpo, y gotas de sudor frío, entremezcladas con ardientes lágrimas, resbalaban
por sus lívidas mejillas.
Por
fin llegó a la verja
de la capilla, y a ella aferrose para no caer desvanecida.
Tapándose el rostro con
las manos y en supremo
esfuerzo, aproximose
al cadáver. El más horroroso miedo la
invadía. Pensó huir. La siniestra imagen del nigromante se interpuso. El comprometedor documento le dio ánimos, y, en vesánico arrebato,
separó los yertos brazos que cruzados sobre el
pecho sostenían el
crucifijo. Inclinose sobre el rígido cadáver y
soltando sus brazos para sacar el codiciado medallón, la rigidez del muerto músculo los
tornó a su posición primitiva, atenazando el cuello de la dama. Giraron sus ojos en las
órbitas; marmórea palidez cubrió el espantoso rostro, y agónico
estentor escapose de su
garganta, al par que una postrera convulsión agitaba el cuerpo.
El Dios
de la Justicia unió en apretado
abrazo, en un lazo estrecho,
a la víctima y a su verdugo. Las primera viejas devotas,
penetran en la Merced, congregadas por el toque del alba.
Las curiosas, al mirar a la capilla de las Ánimas, gritan presas de pavoroso espanto.
Las atrevidas, al acercarse, ven
abrazados ambos cadáveres. Y mientras las más piensan ¡Cuánto se amaban!, las menos exclaman:
“¡Justicia de Dios!”.